Durante más de mil años, los hombres de la antigüedad (de los que hemos heredado nuestra civilización) creyeron en esta religión. Con la cristiandad, aquella antigua religión desapareció y los europeos dejaron de creer en los viejos dioses griegos y romanos.
En realidad, los relatos griegos resultaban tan fascinantes que los hombres instruidos incorporaban a su léxico palabras de los mitos, y algunas de ellas han perdurado en el lenguaje.
Por ejemplo, la señal acústica de los coches de la policía es una sirena, y una morsa es un sirenio; un organillo de circo es un calíope, y un acalefo es una medusa. Gritamos con voz estentórea y prestamos atención a un mentor o a un barbudo nestoriano.
En todos estos casos evocamos relatos griegos: las sirenas eran una trampa mortal; Calíope, una diosa; Medusa y Equidna, monstruos horribles; y Esténtor, Mentor y Néstor eran hombres.
La cabeza de Medusa, óleo de Caravaggio (finales del siglo XVI).
Florencia, Uffizi.
Como los mitos griegos eran tan conocidos, resultó natural elegir los términos científicos de estos mitos siempre que fuera adaptables a la situación. A título de ejemplo, cuando el uranio fue desintegrado por primera vez mediante fisión, en tiempos de la Segunda Guerra Mundial, apareció un nuevo elemento en medio de aquel mortífero calor radioactivo. Se le denominó "promecio", basándose en Prometeo, un personaje de la mitología griega que desafió al terrible calor radioactivo del Sol para proporcionar fuego a la humanidad.
Isaac Asimov, Las palabras y los mitos.
Julia.
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