Para los griegos
la belleza era un don de los dioses y representarla a través del arte, en la escultura, por ejemplo, la principal aspiración del artista.
El filósofo Platón defendía que los artistas, por hábiles que fueran, no podían reproducir la belleza perfectamente al ser algo que estaba fuera del alcance de lo humano. Tan solo podían acercarse a ella.
En esa búsqueda de la belleza ideal era imprescindible mantener una adecuada proporción en las formas, de acuerdo con una medida o canon que permitiera acercarse lo más posible a la representación de lo perfecto.
En la época clásica triunfó
el canon de Policleto (siglo V a.C), un sistema de proporciones que tomaban como unidad la cabeza humana. Según este canon la altura ideal del ser humano debía ser igual a siete cabezas. Además, el rostro debía responder a tres divisiones equitativamente distribuidas: de la parte superior de la cabeza al comienzo de la nariz; la nariz propiamente dicha; y la de la base de la nariz a la barbilla. La longitud de la palma de la mano, multiplicada por tres, proporcionaría la medida ideal de pie, mientras que seis palmas deberían ser la altura del pie a la rodilla, y otras seis de la rodilla al abdomen.
Posteriormente el canon de Policleto se estilizó, ampliándose la medida perfecta a ocho cabezas en lugar de siete, dando paso a un nuevo canon atribuido a otro artista griego llamado Lisipo (siglo IV a.C).
Una expresión serena en el rostro, alejada de las pasiones y del dramatismo, completaba esa visión que los antiguos griegos tenían de la estética en la época clásica. La influencia de este canon de belleza ideal se extendería a la civilización romana (al menos en el siglo I a.C) y a épocas posteriores en la historia del arte occidental, como en el estilo llamado Neoclasicismo (entre los siglos XVIII y XIX)
María.
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